“En verdad era hermosa”; Eduardo ya no estaba seguro de cuantas veces en los últimos quince años había repetido esa frase, algunos días la complementaba con un “y fue el amor de mi vida”, quedando en su mente: “En verdad era hermosa y fue el amor de mi vida”. El agridulce sabor de la melancolía surgía de su ya frondoso abdomen y subía lentamente hasta encontrar una húmeda salida por sus nostálgicos ojos; de vez en vez se le escapaba un leve suspiro del tipo Profesor Jirafales seduciendo a Doña Florinda (y no es que yo sea un televidente obsesivo con escasa referencia, simplemente que así eran los suspiros de Eduardo). El cigarro se mantenía estoico en su mano izquierda, se consumía dejando a su paso una hermosa cascada de humo que subía al techo y jugueteaba eróticamente con el foco a media luz. Sólo había dado una calada pero Eduardo sentía como si estuviera fumando uno de esos cigarros que te hacen decirle “Saturno” al foco; percibía como si no estuviera ahí pero estaba; sentía que casi casi escuchaba sus pensamientos y que las sombras a su alrededor ejecutaban una danza monótona de acercar y alejársele en sus parpadeos.
Los minutos iban y venían y Eduardo se mantenía nadando en la mística sensación que lo acompañaba, sólo la elefantesca pierna de su –aunque le duela admitirlo- esposa consiguió desviar su mirada; con gran tristeza fue recorriendo la crasa piel, por momentos parecía contemplar las grietas formadas en lo que fue la cintura, grietas provocadas por las inevitables estrías con las que castiga el paso del tiempo. Una mueca de rechazo opacó su rostro al sentir los enormes, lechosos y ya no tan estéticos senos de su amada (Ja, Ja) refregándose en su brazo. “Pinche vieja gorda, de saber que se pondría así por Dios que no me caso” repetía una y otra vez esas palabras, como si con eso fuera suficiente para enterrar su pasado y corregir sus decisiones, porque eso sí, nada tenía la culpa de que se hubiera casado, ni un embarazo no deseado, ni presiones surgidas de la costumbre o por familiares, nada, simplemente así lo había decidido, bueno, si existía algo y ese algo era el amor de su vida, pero eso que no tenía que decírselo a nadie y mucho menos a su mujer.
Después de asimilar el por qué compartía el lecho con la mujer dormida a su derecha, Eduardo se dispuso a continuar su meditación llena de frustración, trató de concentrarse en las sombras pero algo estaba sucediendo, aquellos seres opacos ya no bailaban, ahora estaban postrados como haciendo reverencia a un importante personaje y por momentos asemejando a políticos de cuarta, de esos que besan el suelo que pisa algún candidato a un puesto de jerarquía y todo con la esperanza de conseguir un buen hueso. Algo dentro de Eduardo le decía que su tranquilidad estaba cerca de perder esa propiedad y comenzó a sentir que una parte de su órgano reproductor se le subía a la garganta, cerró sus ojerosos párpados pero la sensación se acentúo. “¿Qué pedo?” era el pensamiento más sensato que Eduardo podía tener; en una muestra de valentía se animó a abrir los ojos, no observaba nada extraño pero si lo percibía (Los que han sentido miedo alguna vez se darán cuenta que eso era precisamente lo que Eduardo experimentaba, pero no se lo digan); su cuerpo comenzó a inundarse de un sofocante frío y para acabarla de amolar no podía moverse y ahora en su mente rebotaba un “¡No mames! ¿Qué pedo?”, su deseo inconsciente de saber qué sucedía encontró respuesta cuando un esplendoroso halo descendió del techo y se detuvo exactamente en medio del séquito de sombras; Eduardo creyó ver que una silueta parecida a un ser humano se forjaba entre ese mágico destello, el sofocante frío recorrió cada poro de su piel pero cuando de verdad sintió que sus alimentos degustados ese día se le escapaban fue cuando la luminosa forma se le fue acercando lentamente, no sabía si era hombre o mujer pero desde sus entrañas surgió un consuelo: “Al menos que sea vieja”.
Su cuerpo no lo obedecía, de sus labios no surgía nada y su esposa estaba en el tercer orgasmo en los brazos de Morfeo, en otras palabras, ella dormía a pierna suelta y le valía madre el mundo mientras que Eduardo ahora si podía jurar que después de treinta cinco años había vuelto a hacerse del baño en la cama. La amorfa luz se detuvo frente a él como si lo estuviera contemplando con la lástima con que se ve a un condenado a muerte, Eduardo cerró los ojos con la ilusión de que al volver abrirlos todo iba a terminar, pero no tuvo esa suerte y sin darle tiempo de reaccionar, en un segundo eterno la luz se lanzó sobre él y se introdujo de golpe en su boca entreabierta, él tembló y todo su cuerpo ahora sí experimentó el congelamiento más intenso de su vida; comenzó a sentirse pesado, muy pesado, juraría que se estaba hundiendo en la cama mientras su corazón, exhausto de tanto tabaco le latía a cuentagotas; un agudo dolor en su vientre se clavó cual simple alfiler, entonces se dio cuenta de algo: Su maltratado corazón había dejado de bombear sangre. ¿Acaso estaba muerto?
En su semiinconsciencia sintió como lentamente algo se desprendía de su piel y subía con miedo hasta el techo, a pesar de todo una pequeña franja quedaba hilada a su cuerpo y Eduardo la veía como si fuera el nefasto chicle que a veces pisamos en la calle y que se queda pegado a nuestro zapato. Miró hacia abajo y con gran susto se percató de que su templo carnal seguía en la cama recostado con su esposa, la elefantesca pierna seguía arriba de él. Trató de regresar pero algo más fuerte que él lo obligaba a subir hasta llevarlo a atravesar el techo y una vez que lo superó se quedó estático por unos segundos para después tomar impulso hacia delante, primero en un ritmo pausado y poco a poco fue tomando una gran velocidad. A Eduardo sólo le quedó cerrar nuevamente los ojos y ahogarse en gritos panteoneros.
No supo cuánto tiempo pasó, cuando tuvo el valor de mirar nuevamente se vio flotando afuera de su casa (bueno no era realmente su casa ya que los padres de su gordita se la prestaban), desde lo alto pudo mirar el viejo árbol en el que tantas veces había orinado cuando llegaba borracho y no encontraba las llaves; lejos de asustarse, Eduardo se invadió de una mágica sensación, desde niño su sueño era volar como Superman y de alguna manera lo estaba cumpliendo dejándose llevar gozó como nunca, por un segundo era el rey del mundo, todo era paz y cuando más feliz se sentía un brusco jalón lo sacó de su estado y lo fue arrastrando de su hogar, era como un torpedo que se dirigía a quién sabe donde.
El viaje no podía medirse en tiempo, todo era tan vertiginoso e inesperado, el temor a ser un alma en pena le pasaba una y otra vez por la cabeza, sin embargo, así como fue de rápido el viaje así se detuvo frente a otra casa, pero sólo por unos instantes, ya que de inmediato se introdujo por una ventana, Eduardo pensaba escuchar el ruido de los cristales clavándose en su piel desnuda pero nada de eso pasó, por primera vez desde que abandonó su cuerpo pudo sentir tierra firme en sus pies y se encontró arrodillado frente a un fino juguetero de madera, Eduardo levantó el rostro y lo primero que vio fue una hermosa sirena de porcelana, algo le decía que la figura lo conocía, buscó en sus recuerdos y cuando estuvo a punto de encontrar la respuesta la vocecita de un niño lo atrapó, el pequeño con aspecto fastidiado se cruzaba de brazos mientras decía con molestia y tedio “¡yo ya tengo mucho sueño!”; de la sala se fue acercando una sombra con andar elegante y tierno y mientras lo hacía respondía “ya no tarda tu papá, acuérdate que nos pidió que lo esperáramos a cenar”, “pero yo ya me quiero dormir y es más, ni hambre tengo”, contestaba por inercia el niño de seis años. Cuando escuchó la voz de la mujer, Eduardo se quedó boquiabierto y cientos de mariposas imaginarias se pasearon gustosas en su estómago, balbuceando, Eduardo dibujo una sonrisa y un nombre surgió de la misma: “¿Cynthia? ¡Cynthia!.
Sí, era ella, era Cynthia, desde luego que no era la misma que él recordaba de la última vez que se habían visto, pero era ella, con quince años más sobre sus hombros y con un hijo, aquí fue cuando el semblante bobo de Eduardo cambió, “¡Un hijo, tiene un hijo! ¿Entonces se casó?”. Sí Eduardo, Cynthia se casó, hubiera querido decírselo pero de todas formas no me hubiera escuchado. Con gran temor caminó rumbo al amor de su vida, se dio cuenta de que ya era libre de sus movimientos a excepción del hilito pegado a su ombligo, tiernamente acarició la mejilla blanca y suave de la mujer, ella ni cuenta se dio pero Eduardo estaba extasiado, el destino le daba la oportunidad de volverla a ver, nuevamente experimento la tranquilidad como cuando volaba, si estaba muerto no le interesaba, había vuelto a verla y eso era lo importante.
Cynthia abrazó al niño con toda la ternura, con ese cariño que la hacia ver como la mujer más hermosa y carismática del mundo, la más amada, Eduardo sabía esto y no hizo el menor esfuerzo por contener las lágrimas que comenzaban a asomarse, en eso, Cynthia giró su rostro hacía él, Eduardo no lo podía creer, ella lo miraba, sí, no era un fantasma: “Así debe de ser, cuando dos seres se aman de verdad, Dios los reúne tarde o temprano; sí, soy yo Cynthia, nuestro amor nos vuelve a unir y esta vez para siempre”.
Eduardo se sentía como protagonista de esa película melosa llamada GHOST y ya escuchaba las primeras notas de la canción de los Righteous Brothers: “Oh, oh my love; oh my darling, I’ve hungered for your touch...” y ahí le paro por que a veces olvidamos que las películas por más tiernas e idealistas que sean no dejan de ser ficción; y el pobre Eduardo lo vivió en carne propia, bueno, ya no tenía carne propia pero lo vivió y casi se pone a llorar cuando por fin se percató que Cynthia no lo veía a él, sus ojos estaban expectantes en la puerta a sus espaldas, la cual se abrió de golpe para dar paso a un hombre bien vestido (y en honor a la verdad bastante más galán que Eduardo), quien con una caja enorme entre sus manos provocó la sonrisa más pura del chiquillo, él arrebató el regalo a su papá y despedazo la envoltura para sacar de prisa su juguete, era el premio a su difícil paciencia, ahora menos que nunca quería dormir, tenía una aventura que compartir con la figura de acción que estaba en sus manos, los padres del pequeño también se regalaban tiernos besos en la boca y Eduardo era mudo testigo de eso, sólo le falto sacar espuma para manifestar su rabia, “es su esposo, no mames, es su esposo”, con este pensamiento Eduardo manifestaba sus dotes detectivescas y para darle una patada baja y hacer más tormentoso el dolor el hombre sacó de su solapa una fina y costosa gargantilla para después colocarla con gran sensualidad y ternura en el lechoso cuello de Cynthia, por un segundo el niño dejo a un lado su juguete y se abrazó a las piernas de sus padres, era una foto viva de lo que es una familia feliz, pero Eduardo no pensaba lo mismo, su primer impulso fue marcharse pero ¿Y cómo? Si él no había llegado por si mismo, su dolor se metamorfoseó en envidia, él era el que tenía que estar ahí, toda esa felicidad le correspondía a él y sólo a él, Cynthia era el amor de su vida y esa era la vida que Dios tenía preparada para ellos, con un hogar cálido y un niño hermoso fruto de su pasión, pero ahora se daba cuenta que Dios era puro choro y que la vida le era injusta y en vez de tener a esa diosa a su lado, él tenía a una gorda como esposa y sin hijos, aparte de vivir en un lugar prestado.
Sin más se arrodillo sobre la alfombra y lloró y lloró recordando la vez en la que dijo a Cynthia las palabras de las que se arrepentía cada noche: “Lo siento, yo tengo otros planes, otras cosas por hacer y tú me lo impedirías, no es culpa tuya, soy el único responsable y es mi decisión, y tú sabes que soy de palabra, lo nuestro termino y ya nada se puede hacer, pero te deseo de corazón que ojalá encuentres otra persona que te dé lo que yo no puedo darte, que rehagas tu vida y que seas muy feliz”. Cynthia le lloró por varios meses, en su joven mente no cabía esa decisión del hombre que según la amaba, ¿era ella la culpable? Pues así se sintió por mucho tiempo, pero salió adelante y por lo que se veía logró rehacer su vida, mientras que Eduardo tuvo varias relaciones pero siempre fue muy exigente –yo a esas personas les digo mamonas-, tanto que se dio cuenta que nada le complacía, hasta que un día se percató que ya no era el jovencito que el creía ser y sintió la necesidad de que alguien lo recibiera en su casa cuando regresara de trabajar, fue entonces que conoció a la de la elefantesca pierna y en un momento de pendejez –según él- la acepto como esposa, pero el paso de los años le hizo ver que ninguna era como su Cynthia.
No se atrevía a levantar la mirada, qué caso tenía ver feliz a su amada si no era a su lado, sus rodillas se tornaron gélidas, una corriente de aire lo envolvió y se dio cuenta de que ya no estaba hincado sobre una alfombra, ahora era un piso agrietado y molesto sobre el cual los elegantes muebles desaparecían y en su lugar se formaban un comedor de cuarta y una silla marchita en una esquina, una silla sobre la cual estaba sentada una mujer de aspecto amargado y peleado con la vida, ella le daba pecho a un bebé hambriento que no dejaba de llorar mientras que otro niño más grande jugaba con un ratón muerto; la mujer no dejaba de gritar con molestia: “Ya cállate con una chingada, deja de lloriquear”. Pero lejos de hacerle caso, el bebé saco a relucir la potencia de sus pulmones; el desconcertado Eduardo reconoció la voz de la mujer, otra vez se trataba de Cynthia pero ahora se veía demacrada, aburrida, como enfadada de la rutina y harta de todo, Eduardo no lo podía creer ¿Dónde estaba la frágil y hermosa fémina que él añoraba? Sin poder moverse escuchó los gritos de otro hombre que se acercaba, pero no eran los del esposo que había visto, no, era una voz aguardentosa y muy conocida para él, se trataba de su propia voz vociferando: “Cynthia, Cynthia, chingada madre, ábreme, cabrona, se me olvidaron las llaves”, la ex dócil mujer respondió de la siguiente manera: “puta madre no soy tu pinche gata” a pesar de todo dejo al bebé en el suelo sobre una mantita y le abrió la puerta de mala gana.
¿Cómo describir lo que Eduardo experimentó cuando se vio a si mismo cruzando la puerta? La verdad es muy difícil, era un Eduardo de su misma edad pero estaba mas gordo con el pelo más largo y despeinado, la barba crecida y los pelos de la nariz asomándosele, Eduardo –el mudo testigo- se asustó y es que muy pocas veces nos podemos ver como realmente somos, el espejo no lo es todo. El otro Eduardo comenzó una discusión con Cynthia con un dialogo más o menos así: “Traigo un chingo de hambre”. “Pues no se qué vas a tragar, no me das ni un puto peso” dijo ella. “Ya vas a empezar con tus mamadas” respondió él mientras veía a su hijo jugando con el ratón, entonces tomó valor y continuo “No eres buena ni pa cuidar a tus hijos, ve al cabrón este, se va enfermar”.”También es tu hijo, pero ni siquiera para eso eres bueno, para ver que les hace falta” refutó ella. “Ya me tienes hasta la madre, ahora si me largo” amenazó el hombre. “Pues de una vez” se mofó ella. “Ahora si te lo cumplo, Cynthia, ya sabes que soy de una palabra” dijo él señalándola. “Lárgate, carajo, a la chingada” lo mandó ella. “Pero me vas a rogar” alcanzó a decir él mientras cruzaba la puerta y se alejó para buscar a sus ebrios amigos y seguir tomando.
Eduardo –el fantasma, por decirle de alguna manera- seguía estático no podía creer lo que había visto “ese no soy yo, no puedo ser yo", apenas lo asimilaba cuando oyó nuevamente que llamaban a la puerta y tuvo miedo de volverse a encontrar con él mismo, se quedó expectante hasta que escuchó otra voz comprensiva llamando a su amada: “¡Cynthia! ¿Estás bien? Vi que salió”. Cynthia abrió la puerta e invitó a pasar al dueño de la voz que no era otro que el hombre con el que ella se había casado en la otra visión de Eduardo.
El visitante miró con cierta nostalgia a la maltrecha mujer y luego con gran ternura abrazó al bebé recostado en el suelo que no paraba de llorar, con leves movimientos y una voz cadenciosa de “A ver, chiquito, ya, ya” logró calmarlo, luego dirigió su reconfortante mirada a una Cynthia a punto de desbordarse y le dijo con su tono firme: “No sé qué haces aquí, el no te merece”. Ella trataba de justificarse con el trillado “es que cuando éramos novios era muy diferente” y el hombre no cejó en hacerla reaccionar con un “Cynthia, no tienes por qué vivir esto”, mientras se lo decía frotó con suavidad su mejilla y Eduardo hubiera querido romperle la madre en ese instante, solo que era imposible y se tuvo que conformar con sentir sus lágrimas salir y pedir por que su otro “yo” volviera “¿por qué no regreso? tengo que madrear a este güey”, pero todo fue inútil y “su” Cynthia se permitió besar a aquel hombre que sólo le prodigaba cariño y no dejaba de insistirle “vámonos, ahora mismo, anda, ya te lo he pedido muchas veces” y en esa ocasión ella no se hizo del rogar, aceptó y se detuvo un instante para ir a empacar sus cosas, su nuevo amado le resto importancia y le pidió que dejara todo, “yo me llevó al bebé” le dijo mientras ella se acercó al otro niño tomándolo de la mano y alejándolo de su ratón; al mirarlo a punto del llanto, el hombre le dijo con voz suave que ya no tendría que jugar con ratones porque él le compraría todos los juguetes del mundo y ante esa promesa el pequeño ni siquiera se preocupo por no ver jamás a su padre.Eduardo, sin atinar qué hacer buscó detenerlos al pararse frente a ellos y gritando “No, Cynthia, no me dejes, no me dejes”, pero lo fútil apareció y la pareja paso por él como si no existiera (y es que en realidad no existía) y a final de cuentas nuevamente se quedó ahí musitando sólo dos palabras “pinche puta”, cambiándolas de vez en cuando por “pinche traidora”; nunca había llorado tanto en su vida, hasta que por fin levantó su rostro y vio el lugar totalmente vacío, las paredes comenzaron a derrumbarse y el suelo comenzó a girar como si fuera atraído por una enorme coladera para segundos después ser tragado poco a poco, cuando Eduardo sentía que estaba a punto de desaparecer con ese lugar, notó que flotaba y que empezaba una carrera cuesta arriba pero en reversa y sabía que era así porque sus instintos le decían que estaba reviviendo muchas imágenes y así volvió a ver el árbol, sintió atravesar el techo y no alcanzó a ver su cuerpo pero sabía que estaba cerca, ahí estaba su recámara y veía los cuadros que la adornaban, ahora se daba cuenta que su esposa no tenía tan mal gusto para decorar, no pudo contemplar más eso por que sintió como era atraído para abajo, experimentó el doloroso entrar a su cuerpo y como la piel regresaba a la conciencia hasta sentirse otra vez completo en su cama; el cigarrillo seguía prendido y la elefantesca pierna encima de él, sus pensamientos le daban vueltas pero ya no divagaban tanto, miró el techo en busca de las sombras danzantes pero éstas ya no estaban y no había el menor indicio de su escondite, entonces Eduardo giró su rostro para poder ver el de su esposa y ahora veía a una mujer hermosa, la piel era suave y tersa, la gordura no existía, las mejillas estaban llenitas parecidas a las de un bebé, los labios carnosos de esos que se antojan besar y besar, los senos, bueno, basta decir que Eduardo nunca se cansaría de acariciarlos y la elefantesca pierna, pues, ya no existía como tal, ahora era la más frondosa y suave que haya sentido en su vida, mientras la contemplaba Eduardo se daba cuenta de algo, “es linda, muy guapa y lo mejor es que ella me quiere como soy y gracias a Dios tenemos un techo donde dormir y no nos falta nada, ella es el amor de mi vida, ella y nadie más” (la verdad se oye muy cursi, pero eso es lo que Eduardo pensaba) de inmediato, con gran inquietud la meció de su brazo izquierdo, quería despertarla y apenas ella abrió los ojos la recibió con el más honesto “te amo, te amo mucho”, sin asimilar lo que pasaba la mujer bostezó, lanzó un gruñido y dijo lo primero que le dicto su cálido corazón: “¿Y para esas pendejadas me despiertas, güey? ¡Déjame dormir”, sin más, le dio la espalda y ya no alcanzó a ver la enorme sonrisa de felicidad plasmada en el rostro de Eduardo.
Los minutos iban y venían y Eduardo se mantenía nadando en la mística sensación que lo acompañaba, sólo la elefantesca pierna de su –aunque le duela admitirlo- esposa consiguió desviar su mirada; con gran tristeza fue recorriendo la crasa piel, por momentos parecía contemplar las grietas formadas en lo que fue la cintura, grietas provocadas por las inevitables estrías con las que castiga el paso del tiempo. Una mueca de rechazo opacó su rostro al sentir los enormes, lechosos y ya no tan estéticos senos de su amada (Ja, Ja) refregándose en su brazo. “Pinche vieja gorda, de saber que se pondría así por Dios que no me caso” repetía una y otra vez esas palabras, como si con eso fuera suficiente para enterrar su pasado y corregir sus decisiones, porque eso sí, nada tenía la culpa de que se hubiera casado, ni un embarazo no deseado, ni presiones surgidas de la costumbre o por familiares, nada, simplemente así lo había decidido, bueno, si existía algo y ese algo era el amor de su vida, pero eso que no tenía que decírselo a nadie y mucho menos a su mujer.
Después de asimilar el por qué compartía el lecho con la mujer dormida a su derecha, Eduardo se dispuso a continuar su meditación llena de frustración, trató de concentrarse en las sombras pero algo estaba sucediendo, aquellos seres opacos ya no bailaban, ahora estaban postrados como haciendo reverencia a un importante personaje y por momentos asemejando a políticos de cuarta, de esos que besan el suelo que pisa algún candidato a un puesto de jerarquía y todo con la esperanza de conseguir un buen hueso. Algo dentro de Eduardo le decía que su tranquilidad estaba cerca de perder esa propiedad y comenzó a sentir que una parte de su órgano reproductor se le subía a la garganta, cerró sus ojerosos párpados pero la sensación se acentúo. “¿Qué pedo?” era el pensamiento más sensato que Eduardo podía tener; en una muestra de valentía se animó a abrir los ojos, no observaba nada extraño pero si lo percibía (Los que han sentido miedo alguna vez se darán cuenta que eso era precisamente lo que Eduardo experimentaba, pero no se lo digan); su cuerpo comenzó a inundarse de un sofocante frío y para acabarla de amolar no podía moverse y ahora en su mente rebotaba un “¡No mames! ¿Qué pedo?”, su deseo inconsciente de saber qué sucedía encontró respuesta cuando un esplendoroso halo descendió del techo y se detuvo exactamente en medio del séquito de sombras; Eduardo creyó ver que una silueta parecida a un ser humano se forjaba entre ese mágico destello, el sofocante frío recorrió cada poro de su piel pero cuando de verdad sintió que sus alimentos degustados ese día se le escapaban fue cuando la luminosa forma se le fue acercando lentamente, no sabía si era hombre o mujer pero desde sus entrañas surgió un consuelo: “Al menos que sea vieja”.
Su cuerpo no lo obedecía, de sus labios no surgía nada y su esposa estaba en el tercer orgasmo en los brazos de Morfeo, en otras palabras, ella dormía a pierna suelta y le valía madre el mundo mientras que Eduardo ahora si podía jurar que después de treinta cinco años había vuelto a hacerse del baño en la cama. La amorfa luz se detuvo frente a él como si lo estuviera contemplando con la lástima con que se ve a un condenado a muerte, Eduardo cerró los ojos con la ilusión de que al volver abrirlos todo iba a terminar, pero no tuvo esa suerte y sin darle tiempo de reaccionar, en un segundo eterno la luz se lanzó sobre él y se introdujo de golpe en su boca entreabierta, él tembló y todo su cuerpo ahora sí experimentó el congelamiento más intenso de su vida; comenzó a sentirse pesado, muy pesado, juraría que se estaba hundiendo en la cama mientras su corazón, exhausto de tanto tabaco le latía a cuentagotas; un agudo dolor en su vientre se clavó cual simple alfiler, entonces se dio cuenta de algo: Su maltratado corazón había dejado de bombear sangre. ¿Acaso estaba muerto?
En su semiinconsciencia sintió como lentamente algo se desprendía de su piel y subía con miedo hasta el techo, a pesar de todo una pequeña franja quedaba hilada a su cuerpo y Eduardo la veía como si fuera el nefasto chicle que a veces pisamos en la calle y que se queda pegado a nuestro zapato. Miró hacia abajo y con gran susto se percató de que su templo carnal seguía en la cama recostado con su esposa, la elefantesca pierna seguía arriba de él. Trató de regresar pero algo más fuerte que él lo obligaba a subir hasta llevarlo a atravesar el techo y una vez que lo superó se quedó estático por unos segundos para después tomar impulso hacia delante, primero en un ritmo pausado y poco a poco fue tomando una gran velocidad. A Eduardo sólo le quedó cerrar nuevamente los ojos y ahogarse en gritos panteoneros.
No supo cuánto tiempo pasó, cuando tuvo el valor de mirar nuevamente se vio flotando afuera de su casa (bueno no era realmente su casa ya que los padres de su gordita se la prestaban), desde lo alto pudo mirar el viejo árbol en el que tantas veces había orinado cuando llegaba borracho y no encontraba las llaves; lejos de asustarse, Eduardo se invadió de una mágica sensación, desde niño su sueño era volar como Superman y de alguna manera lo estaba cumpliendo dejándose llevar gozó como nunca, por un segundo era el rey del mundo, todo era paz y cuando más feliz se sentía un brusco jalón lo sacó de su estado y lo fue arrastrando de su hogar, era como un torpedo que se dirigía a quién sabe donde.
El viaje no podía medirse en tiempo, todo era tan vertiginoso e inesperado, el temor a ser un alma en pena le pasaba una y otra vez por la cabeza, sin embargo, así como fue de rápido el viaje así se detuvo frente a otra casa, pero sólo por unos instantes, ya que de inmediato se introdujo por una ventana, Eduardo pensaba escuchar el ruido de los cristales clavándose en su piel desnuda pero nada de eso pasó, por primera vez desde que abandonó su cuerpo pudo sentir tierra firme en sus pies y se encontró arrodillado frente a un fino juguetero de madera, Eduardo levantó el rostro y lo primero que vio fue una hermosa sirena de porcelana, algo le decía que la figura lo conocía, buscó en sus recuerdos y cuando estuvo a punto de encontrar la respuesta la vocecita de un niño lo atrapó, el pequeño con aspecto fastidiado se cruzaba de brazos mientras decía con molestia y tedio “¡yo ya tengo mucho sueño!”; de la sala se fue acercando una sombra con andar elegante y tierno y mientras lo hacía respondía “ya no tarda tu papá, acuérdate que nos pidió que lo esperáramos a cenar”, “pero yo ya me quiero dormir y es más, ni hambre tengo”, contestaba por inercia el niño de seis años. Cuando escuchó la voz de la mujer, Eduardo se quedó boquiabierto y cientos de mariposas imaginarias se pasearon gustosas en su estómago, balbuceando, Eduardo dibujo una sonrisa y un nombre surgió de la misma: “¿Cynthia? ¡Cynthia!.
Sí, era ella, era Cynthia, desde luego que no era la misma que él recordaba de la última vez que se habían visto, pero era ella, con quince años más sobre sus hombros y con un hijo, aquí fue cuando el semblante bobo de Eduardo cambió, “¡Un hijo, tiene un hijo! ¿Entonces se casó?”. Sí Eduardo, Cynthia se casó, hubiera querido decírselo pero de todas formas no me hubiera escuchado. Con gran temor caminó rumbo al amor de su vida, se dio cuenta de que ya era libre de sus movimientos a excepción del hilito pegado a su ombligo, tiernamente acarició la mejilla blanca y suave de la mujer, ella ni cuenta se dio pero Eduardo estaba extasiado, el destino le daba la oportunidad de volverla a ver, nuevamente experimento la tranquilidad como cuando volaba, si estaba muerto no le interesaba, había vuelto a verla y eso era lo importante.
Cynthia abrazó al niño con toda la ternura, con ese cariño que la hacia ver como la mujer más hermosa y carismática del mundo, la más amada, Eduardo sabía esto y no hizo el menor esfuerzo por contener las lágrimas que comenzaban a asomarse, en eso, Cynthia giró su rostro hacía él, Eduardo no lo podía creer, ella lo miraba, sí, no era un fantasma: “Así debe de ser, cuando dos seres se aman de verdad, Dios los reúne tarde o temprano; sí, soy yo Cynthia, nuestro amor nos vuelve a unir y esta vez para siempre”.
Eduardo se sentía como protagonista de esa película melosa llamada GHOST y ya escuchaba las primeras notas de la canción de los Righteous Brothers: “Oh, oh my love; oh my darling, I’ve hungered for your touch...” y ahí le paro por que a veces olvidamos que las películas por más tiernas e idealistas que sean no dejan de ser ficción; y el pobre Eduardo lo vivió en carne propia, bueno, ya no tenía carne propia pero lo vivió y casi se pone a llorar cuando por fin se percató que Cynthia no lo veía a él, sus ojos estaban expectantes en la puerta a sus espaldas, la cual se abrió de golpe para dar paso a un hombre bien vestido (y en honor a la verdad bastante más galán que Eduardo), quien con una caja enorme entre sus manos provocó la sonrisa más pura del chiquillo, él arrebató el regalo a su papá y despedazo la envoltura para sacar de prisa su juguete, era el premio a su difícil paciencia, ahora menos que nunca quería dormir, tenía una aventura que compartir con la figura de acción que estaba en sus manos, los padres del pequeño también se regalaban tiernos besos en la boca y Eduardo era mudo testigo de eso, sólo le falto sacar espuma para manifestar su rabia, “es su esposo, no mames, es su esposo”, con este pensamiento Eduardo manifestaba sus dotes detectivescas y para darle una patada baja y hacer más tormentoso el dolor el hombre sacó de su solapa una fina y costosa gargantilla para después colocarla con gran sensualidad y ternura en el lechoso cuello de Cynthia, por un segundo el niño dejo a un lado su juguete y se abrazó a las piernas de sus padres, era una foto viva de lo que es una familia feliz, pero Eduardo no pensaba lo mismo, su primer impulso fue marcharse pero ¿Y cómo? Si él no había llegado por si mismo, su dolor se metamorfoseó en envidia, él era el que tenía que estar ahí, toda esa felicidad le correspondía a él y sólo a él, Cynthia era el amor de su vida y esa era la vida que Dios tenía preparada para ellos, con un hogar cálido y un niño hermoso fruto de su pasión, pero ahora se daba cuenta que Dios era puro choro y que la vida le era injusta y en vez de tener a esa diosa a su lado, él tenía a una gorda como esposa y sin hijos, aparte de vivir en un lugar prestado.
Sin más se arrodillo sobre la alfombra y lloró y lloró recordando la vez en la que dijo a Cynthia las palabras de las que se arrepentía cada noche: “Lo siento, yo tengo otros planes, otras cosas por hacer y tú me lo impedirías, no es culpa tuya, soy el único responsable y es mi decisión, y tú sabes que soy de palabra, lo nuestro termino y ya nada se puede hacer, pero te deseo de corazón que ojalá encuentres otra persona que te dé lo que yo no puedo darte, que rehagas tu vida y que seas muy feliz”. Cynthia le lloró por varios meses, en su joven mente no cabía esa decisión del hombre que según la amaba, ¿era ella la culpable? Pues así se sintió por mucho tiempo, pero salió adelante y por lo que se veía logró rehacer su vida, mientras que Eduardo tuvo varias relaciones pero siempre fue muy exigente –yo a esas personas les digo mamonas-, tanto que se dio cuenta que nada le complacía, hasta que un día se percató que ya no era el jovencito que el creía ser y sintió la necesidad de que alguien lo recibiera en su casa cuando regresara de trabajar, fue entonces que conoció a la de la elefantesca pierna y en un momento de pendejez –según él- la acepto como esposa, pero el paso de los años le hizo ver que ninguna era como su Cynthia.
No se atrevía a levantar la mirada, qué caso tenía ver feliz a su amada si no era a su lado, sus rodillas se tornaron gélidas, una corriente de aire lo envolvió y se dio cuenta de que ya no estaba hincado sobre una alfombra, ahora era un piso agrietado y molesto sobre el cual los elegantes muebles desaparecían y en su lugar se formaban un comedor de cuarta y una silla marchita en una esquina, una silla sobre la cual estaba sentada una mujer de aspecto amargado y peleado con la vida, ella le daba pecho a un bebé hambriento que no dejaba de llorar mientras que otro niño más grande jugaba con un ratón muerto; la mujer no dejaba de gritar con molestia: “Ya cállate con una chingada, deja de lloriquear”. Pero lejos de hacerle caso, el bebé saco a relucir la potencia de sus pulmones; el desconcertado Eduardo reconoció la voz de la mujer, otra vez se trataba de Cynthia pero ahora se veía demacrada, aburrida, como enfadada de la rutina y harta de todo, Eduardo no lo podía creer ¿Dónde estaba la frágil y hermosa fémina que él añoraba? Sin poder moverse escuchó los gritos de otro hombre que se acercaba, pero no eran los del esposo que había visto, no, era una voz aguardentosa y muy conocida para él, se trataba de su propia voz vociferando: “Cynthia, Cynthia, chingada madre, ábreme, cabrona, se me olvidaron las llaves”, la ex dócil mujer respondió de la siguiente manera: “puta madre no soy tu pinche gata” a pesar de todo dejo al bebé en el suelo sobre una mantita y le abrió la puerta de mala gana.
¿Cómo describir lo que Eduardo experimentó cuando se vio a si mismo cruzando la puerta? La verdad es muy difícil, era un Eduardo de su misma edad pero estaba mas gordo con el pelo más largo y despeinado, la barba crecida y los pelos de la nariz asomándosele, Eduardo –el mudo testigo- se asustó y es que muy pocas veces nos podemos ver como realmente somos, el espejo no lo es todo. El otro Eduardo comenzó una discusión con Cynthia con un dialogo más o menos así: “Traigo un chingo de hambre”. “Pues no se qué vas a tragar, no me das ni un puto peso” dijo ella. “Ya vas a empezar con tus mamadas” respondió él mientras veía a su hijo jugando con el ratón, entonces tomó valor y continuo “No eres buena ni pa cuidar a tus hijos, ve al cabrón este, se va enfermar”.”También es tu hijo, pero ni siquiera para eso eres bueno, para ver que les hace falta” refutó ella. “Ya me tienes hasta la madre, ahora si me largo” amenazó el hombre. “Pues de una vez” se mofó ella. “Ahora si te lo cumplo, Cynthia, ya sabes que soy de una palabra” dijo él señalándola. “Lárgate, carajo, a la chingada” lo mandó ella. “Pero me vas a rogar” alcanzó a decir él mientras cruzaba la puerta y se alejó para buscar a sus ebrios amigos y seguir tomando.
Eduardo –el fantasma, por decirle de alguna manera- seguía estático no podía creer lo que había visto “ese no soy yo, no puedo ser yo", apenas lo asimilaba cuando oyó nuevamente que llamaban a la puerta y tuvo miedo de volverse a encontrar con él mismo, se quedó expectante hasta que escuchó otra voz comprensiva llamando a su amada: “¡Cynthia! ¿Estás bien? Vi que salió”. Cynthia abrió la puerta e invitó a pasar al dueño de la voz que no era otro que el hombre con el que ella se había casado en la otra visión de Eduardo.
El visitante miró con cierta nostalgia a la maltrecha mujer y luego con gran ternura abrazó al bebé recostado en el suelo que no paraba de llorar, con leves movimientos y una voz cadenciosa de “A ver, chiquito, ya, ya” logró calmarlo, luego dirigió su reconfortante mirada a una Cynthia a punto de desbordarse y le dijo con su tono firme: “No sé qué haces aquí, el no te merece”. Ella trataba de justificarse con el trillado “es que cuando éramos novios era muy diferente” y el hombre no cejó en hacerla reaccionar con un “Cynthia, no tienes por qué vivir esto”, mientras se lo decía frotó con suavidad su mejilla y Eduardo hubiera querido romperle la madre en ese instante, solo que era imposible y se tuvo que conformar con sentir sus lágrimas salir y pedir por que su otro “yo” volviera “¿por qué no regreso? tengo que madrear a este güey”, pero todo fue inútil y “su” Cynthia se permitió besar a aquel hombre que sólo le prodigaba cariño y no dejaba de insistirle “vámonos, ahora mismo, anda, ya te lo he pedido muchas veces” y en esa ocasión ella no se hizo del rogar, aceptó y se detuvo un instante para ir a empacar sus cosas, su nuevo amado le resto importancia y le pidió que dejara todo, “yo me llevó al bebé” le dijo mientras ella se acercó al otro niño tomándolo de la mano y alejándolo de su ratón; al mirarlo a punto del llanto, el hombre le dijo con voz suave que ya no tendría que jugar con ratones porque él le compraría todos los juguetes del mundo y ante esa promesa el pequeño ni siquiera se preocupo por no ver jamás a su padre.Eduardo, sin atinar qué hacer buscó detenerlos al pararse frente a ellos y gritando “No, Cynthia, no me dejes, no me dejes”, pero lo fútil apareció y la pareja paso por él como si no existiera (y es que en realidad no existía) y a final de cuentas nuevamente se quedó ahí musitando sólo dos palabras “pinche puta”, cambiándolas de vez en cuando por “pinche traidora”; nunca había llorado tanto en su vida, hasta que por fin levantó su rostro y vio el lugar totalmente vacío, las paredes comenzaron a derrumbarse y el suelo comenzó a girar como si fuera atraído por una enorme coladera para segundos después ser tragado poco a poco, cuando Eduardo sentía que estaba a punto de desaparecer con ese lugar, notó que flotaba y que empezaba una carrera cuesta arriba pero en reversa y sabía que era así porque sus instintos le decían que estaba reviviendo muchas imágenes y así volvió a ver el árbol, sintió atravesar el techo y no alcanzó a ver su cuerpo pero sabía que estaba cerca, ahí estaba su recámara y veía los cuadros que la adornaban, ahora se daba cuenta que su esposa no tenía tan mal gusto para decorar, no pudo contemplar más eso por que sintió como era atraído para abajo, experimentó el doloroso entrar a su cuerpo y como la piel regresaba a la conciencia hasta sentirse otra vez completo en su cama; el cigarrillo seguía prendido y la elefantesca pierna encima de él, sus pensamientos le daban vueltas pero ya no divagaban tanto, miró el techo en busca de las sombras danzantes pero éstas ya no estaban y no había el menor indicio de su escondite, entonces Eduardo giró su rostro para poder ver el de su esposa y ahora veía a una mujer hermosa, la piel era suave y tersa, la gordura no existía, las mejillas estaban llenitas parecidas a las de un bebé, los labios carnosos de esos que se antojan besar y besar, los senos, bueno, basta decir que Eduardo nunca se cansaría de acariciarlos y la elefantesca pierna, pues, ya no existía como tal, ahora era la más frondosa y suave que haya sentido en su vida, mientras la contemplaba Eduardo se daba cuenta de algo, “es linda, muy guapa y lo mejor es que ella me quiere como soy y gracias a Dios tenemos un techo donde dormir y no nos falta nada, ella es el amor de mi vida, ella y nadie más” (la verdad se oye muy cursi, pero eso es lo que Eduardo pensaba) de inmediato, con gran inquietud la meció de su brazo izquierdo, quería despertarla y apenas ella abrió los ojos la recibió con el más honesto “te amo, te amo mucho”, sin asimilar lo que pasaba la mujer bostezó, lanzó un gruñido y dijo lo primero que le dicto su cálido corazón: “¿Y para esas pendejadas me despiertas, güey? ¡Déjame dormir”, sin más, le dio la espalda y ya no alcanzó a ver la enorme sonrisa de felicidad plasmada en el rostro de Eduardo.
3 comments:
no me preguntes por qué, pero al final del cuento la única imagen que venía a mi mente era la de aquél viernes por la noche (o sería madrugada)... te extraño
No hay que ser exagerados...
Sin el dìa importa, lo recordarìan...
aveces tomamos decisiones en las que quisieramos regresar el tiempo y es justo él quien nos permite darnos cuenta que tenemos que pasar por muchas cosas más para cambiar de decisión, aunque aveces parezca que de verdad nos equivocamos...hace poco un matrimonio exitoso me dijo que no existe ¨el amor de tu vida¨ (yo estaba segura que sí) así como en el Titanic...me dijeron que el amor de tu vida es con el que compartes hoy. Muy buen cuento.
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